jueves, 18 de enero de 2007

La revolucion, en las calles esta

Ahí estaba él. Todo empolvado el lomo. Su pelaje duro, sucio, marrón, teñido de marrón por todo su andar. Seiscientos días de soledad en la calle. Descubriéndose paso a paso.
Se había escapado; se había alejado de las comodidades que le ofrecía el día a día; a conocerse, a interiorizarse.
En el poco más de año y medio que recorrió solo había conseguido unos cabellos con rastas a duras penas y unas enfermedades inconcebibles para alguien de su raza. Pero con el tiempo también llegó a cambiar el rumbo. Alcanzó algo especial. Pudo vencer los prejuicios de muchos caricaturistas. Logró la amistad con un felino. Quien lo guío para enfrentarse a las mañas de los callejones. Lo educó a conquistar con las miradas. Le enseñó a auto bañarse en salivas.
Se metieron en mil problemas. Y como se metieron, salieron. Eran imparables. Conseguían comida, librarse de todo enemigo, llegar al corazón de las mujeres que quisieran.
Tenían sus diferencias.
A él le gustaba jugar a asustar a los repartidores, repartidores de lo que fuera, ya sea de diarios, de leche, de correo. No importaba. El amaba asustarlos. Era una obsesión nunca tratada.
Su compañero era más tranquilo, más silencioso. Mucho más pensativo. En su mudez buscaba entender al mundo. Amante del orden. Podría haber sido incompatible la amistad, pero no fue así. Se entendían. Como toda amistad se aceptaban, al fin y al cabo de eso se trata. De aceptarse. De aceptar al otro tal cual es, sino no funciona. Fue tanta su amistad, su compañerismo, que terminó por revolucionar la ilustración. Cambió el paradigma de la animación. Las productoras infantiles debieron adaptarse. Tanto es así que hasta hoy les rinden honor con un programa inspirados en ellos. Un programa con su media hora diaria durante toda la semana. Un programa que invita a romper con los esquemas, a deshacernos de los prejuicios. Un programa, un perro, un gato. Un gato, un perro, hecho uno. Hecho un catdog. Un catdog.

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